Hoy me he levantado
con ganas de marcha. La mañana brilla como el lustre de un palosanto. No sé si
provocar un descarrilamiento con una moneda de dos euros o tatuarme todo el
cuerpo con una imagen a tamaño real de mí mismo. No he dormido bien, alguien ha
dejado unos huevos podridos en mi cerebro. Me da vergüenza admitirlo, pero soy
de los que lee libros gordos en el metro; creo que voy a ser más inteligente si
practico la lectura acompañado de ese leve traqueteo. Mientras duermo siento
que me hago más inteligente y sabio; como si un fantasma depositara cosas y
experiencias en mi subconsciente; como si mi cerebro fuera una despensa que
almacena de todo. Es cierto que algunas cosas que sé y otras que aprendo no valen
para nada, por eso intento deshacerme de ellas enseguida. Mi mente es flexible,
es mi gimnasio espiritual. Pienso luego existo, ¿no? Pues eso. En la cocina
huele mal. Anoche me hice algo frito. Seguro. ¿Huevos estrellados? Puede. También
bebí cava. Ay, sí, huevos. Ahora me acuerdo. El espumoso combina muy bien con
la textura de la clara y la yema. En la sartén ha quedado una capa blanquecina
y gelatinosa. Es el aceite sobrante que se ha enfriado. Da asco pero mola
tocarlo, tiene el aspecto de una crema, incluso me untaría con ella. Es mi mejunje
cerebral, mi materia gris, mis sesos, mi mollera, mi entendimiento coagulado, mi
cordura y mi sensatez hecha manteca, la viscosidad untuosa de mi intelecto, mi
talento, toda mi astucia y mi grasienta imaginación. Mi esencia. Podría lanzar
toda esta porquería oleosa por el desagüe, pero no lo voy a hacer. Es mejor
reciclar. Así que haré jabón casero.
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