Hago como que interactúo
con mi móvil, pero en realidad lo que hago es escuchar la conversación de la
mesa de al lado. Hay dos mujeres sentadas. Yo diría que son madre e hija. Se
tienen confianza. Discuten. No sospechan que las espío; es tan fácil con un
móvil. Pueden pensar que estoy tecleando una conversación con otra persona a
través del WhatsApp, jeje, pero en realidad lo que hago es anotar algunas de
las frases que se dicen. Mantienen una conversación tensa y tienen opiniones
contrarias. Me encanta hacer de escritor en estas situaciones y cazar al vuelo
material para mis relatos. Algunas de las máximas que se lanzan no tienen
desperdicio, son arrolladoras e inspiradoras, tienen tensión, ironía, y encierran
un evidente conflicto entre ellas. Bendita sea la gente y su espontaneidad.
La supuesta hija se está comiendo un
bocata de atún. Lleva gafas de sol, le quedan fatal, parece un insecto, una
mosca, pero hacen su función y velan de oscuridad su expresión furiosa. Una
bufanda de lana de color crema se enrosca en su cuello como una serpiente. El
aire de su voz es penetrante, salado. Sus palabras llegan a mi nariz como
golpes de mar encharcado. Da mordiscos al bocata mientras mantiene un ataque
dialéctico con la mujer que tiene delante, y una lluvia de migas de pan va precipitándose
sobre los pliegues de su bufanda.
Su presunta madre la mira con cara de
acelga. Viste con una chaqueta azul, con cremallera, abombadita, de esas que
ahora están tanto de moda. Se mantiene seria y aguanta los embistes de su dialéctica.
Eso sí, las dos son consideradas y no se pisan al hablar; primero una y después
la otra, respetan los turnos. Ante su supuesta hija mantiene una actitud altanera,
desdeñosa; pues, como burlándose de ella, se limpia los labios con elegancia,
con suaves toques que aportan refinamiento y exquisitez, sin embargo la explanada
de sus abultados pechos también está llena de migas. Se frota las manos. Acaba
de zamparse su bocata. No sabría decir de qué es. Abro las ventanillas de mi nariz
e inspiro profundamente por si me llega algún efluvio. Calamares con mayonesa. Seguro.
Pero da igual. Lo importante es la situación, la hostilidad latente que hay entre
ellas.
De repente se quedan en silencio y ni se
miran. Bajan la cabeza al suelo y permanecen circunspectas, como barruntando su
próxima embestida. Esa situación se alarga unos minutos; hasta que una de
ellas, la madre, exclama rotunda: ¡NO!
Su hija levanta la mirada del suelo, se
revuelve de la silla y le contesta con la misma contundencia: ¡SÍ!
Durante un momento vuelven a la quietud
incómoda y tensa, al mutismo anterior. Transcurre apenas un minuto. La madre
vuelve a la carga y, sin mediar palabra, refuerza su negativa oscilando su dedo
índice como un péndulo en toda su cara, de izquierda a derecha, con cierta
malicia. La hija, sin contemplaciones y con claros signos de gallardía, cabecea
con ímpetu de arriba abajo; se quita las gafas de sol y, con el ceño fruncido
en una expresión de ira, le escupe un sonoro «SÍ». La madre, que no se deja
intimidar, sacude con insistencia su cabeza y le dispara una ráfaga de
nos: No-no-no-no-no… A ver quién puede más. De esta manera se inicia una
batalla de síes y de noes, además de los respectivos ademanes para reforzarlos.
Afirmación y negación. Así todo el rato. Contraataques monosilábicos, gestos airados
y aspavientos gallináceos que mueven el aire de su alrededor. Flotan corrientes
silenciosas entre las patas de su mesa; remolinos de aire viciado por la
tirantez de sus reacciones; una ventisca de encaramientos levanta los papelitos
del suelo, y, una mezcla de polvo y arenilla, invita a largarse de la terraza
donde estoy. El sol, que hace unos minutos lucía radiante, ahora se esconde tímidamente
tras una nube, avergonzado, igual que yo. Dejo de escribir en el bloc de notas
del móvil, ya no hay nada que anotar, se ha esfumado el ingenio y la chispa
socarrona que tenían al principio. Ahora se han convertido en dos niñas petulantes,
aburridas y perezosas, que han agotado su perspicacia y el ingenio de su
lenguaje. Decenas de nubarrones ensucian el cielo. Una bolsa de plástico y un
trozo de cartón se pegan a las patas de mi silla. Los tornados nacen de la hija
y los remolinos de la madre. Llegarán a las manos. Los lívidos grises
amoratados dibujan en el cielo una expresión de tormenta.
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