Al final, el grupo más aguerrido decidió engalanarse un pequeño lazo
amarillo en la solapa de la chaqueta –¡sí, amarillo!– y manifestarse por las
calles de la ciudad sin reparar en las consecuencias. El bloque, distinguido con
aquella pequeña insignia a la vista de todos, irrumpió en una concurrida
avenida golpeando en las retinas de los viandantes. El color penetrante que
irradiaba aquel lazo obligó a los más extremistas a taparse la cara; sus ojos
se abrasaban como cuando se observa al sol directamente, y se retorcían de
dolor porque, además, el cráneo se les deformaba por dentro. La agonía solo
duró unos segundos, pero fue suficiente para darse cuenta del poder devastador
de aquel pequeño símbolo amarillo.
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