Cuando el ser farfullador se miraba hacia dentro y veía cosas que no
estaban en sintonía con él, emitía una voz afectada, una locución ininteligible
de palabras que más bien parecían bramidos. Contemplaba la composición de sus
entrañas como una chapuza de la naturaleza, como la cartografía deficiente de un
mapa lleno de accidentes naturales irreparables. Su mirada deducía una versión terminal,
inconclusa, aunque también ingeniosa e imaginativa. Por una parte hallaba un
factor patógeno, una alteración oscura que avanzaba hacia un declive irreversible.
Y por otra adivinaba la textura y el contorno de una criatura camaleónica
instalada en su centro. De apariencia cambiante, majestuosa, corpórea e
incorpórea a placer, con una voz resonante que palpitaba con fuerza y suplantaba
los verdaderos latidos de aquel ser enfermo, acabado y farfullador.
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