Una vez me arranqué una muela con unos alicates. No fue difícil. Me
ayudé de un pequeño espejo para localizar el diente podrido, y, con la otra
mano, iba tanteando la zona hasta tenerlo agarrado con las tenazas. Me preparé
un vaso de Jack Daniel’s, una toalla y unas bolas de papel de váter. Cuando lo
tuve bien cogido, ni lo pensé, retorcí el diente negro de caries y estiré con
todas mis fuerzas. Estuve a punto de desmayarme. La sangre inundó mi boca, me
chorreaba por la barbilla. Escupí en el lavabo y mordí las bolas de papel que
había empapado en whisky para limpiar y absorber la sangre de la encía
ahuecada. Me enjuagué varias veces con el alcohol y di varios tragos para
desinfectar la herida. Eliminé posibles rastros de sangre y logré inhibir el
dolor punzante. Me aseé y limpié el lavabo. Dejé los alicates en la caja de herramientas
de mi padre y me fui al instituto anestesiado. Muy contento.
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