El cuerpo inerte del ángel estaba en una posición extraña, tendido en
el pasillo del hotel, con las alas replegadas. Fue un homicidio extraño, lleno
de interrogantes. Antes de su fallecimiento custodiaba una habitación concreta del
hotel. Algunas vidas humanas estaban protegidas por estos mensajeros de Dios.
Su cadáver desprendía un
olor insoportable, nauseabundo. El forense que vino a examinar el cuerpo siempre
había relacionado la fragancia de los lirios con estos seres celestes. Los
había proyectado en su mente como seres inmortales, prácticamente incorpóreos,
de gran pureza, de tez nívea, bellísimos... Este se salía del estereotipo
divino. Iba sin afeitar, con una camiseta de tirantes manchada con restos de comida,
y los brazos tatuados con símbolos ininteligibles. No había nada de celestial
en su apariencia, más bien se apreciaba la dejadez, el desaliño, la miseria, la
suciedad. Su cabello era grasiento, brillaba, estaba lleno de mechas de colores
que refulgían como la purpurina. Pura extravagancia. En realidad, el experto solo
veía a un humano con alas; y su capacidad para volar, si la tenía, sería un don
extraordinario, un milagro. La realidad de aquella situación era que aquel
cadáver alado emanaba una fetidez vomitiva. El hotel se había vuelto
irrespirable. Había claros indicios en su expresión facial de que había sucumbido
por alguna agitación interna. Estaba mojado en sus propios orines, empastado en
sus heces, ahogado en una cantidad inmunda de bilis, con los ojos inyectados en
sangre, aterrorizado, como si lo presenciado no perteneciera a los mundos que él conocía.
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