Enseguida noto la mala calidad de la lluvia. Las nubes que la contienen
llevan demasiados días en el cielo y toman un color oscuro, tenebroso. Su mal
estado salta a la vista, parecen ballenatos de plomo que no soportan su peso, e
intuyo que no aguantarán ni un minuto más en la bóveda celeste. Caducan cuando el
aire vicia sus entrañas y dejan de ser algodonosas y ligeras. Al precipitarse
las primeras gotas, uno se da cuenta de esa naturaleza defectuosa; la lluvia
hiede a cenizas, a corral de gallinas, a perro sudado. Esos días sombríos me afectan.
Me miro en el espejo y veo una vulgar funda en vez de un cuerpo, y observo como
el mío es de constitución gruesa y lastimosa, y no me representa. Esos días de
paraguas y chubasquero me quedo en casa, pensativo, evocando junto a la ventana
los paisajes de mi memoria. De cuando fui trapecista en un circo que pretendía
hacer su mayor espectáculo con un enorme elefante que vivía en el interior de
un camión destartalado, sin una claraboya que se abriera al cielo. De cuando el
domador le atizaba con el látigo y el paquidermo pisaba el suelo sin descansar
su peso, sintiendo el miedo cuando los niños aplaudían. Eso lo percibo ahora.
Entonces, vivir en aquel circo, era como estar entre bambalinas todo el día; como
flotar en el mundo y no sentirse de ningún sitio; era pertenecer a lugar
indefinido, irreal… maravilloso. Mis ojos obviaban lo importante de las cosas,
solo veían lo externo, la línea que dibuja los contornos. Mi mirada era joven, sencilla,
desprovista de profundidad y de la capacidad para ver más allá de lo evidente.
Ahora, cuarenta kilos después, distingo mi tristeza, mi deformidad, mi
decadencia; y me viene toda de golpe, arrastrándome en la soledad de esta casa cuando,
sin saber muy bien por qué, respiro la calidad deficiente de la lluvia.
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