El
hombre que no sudaba poseía luz propia, tenía algo especial. Nunca perdía el
oremus por nada, y su mirada no conocía la inquina, pues la mansedumbre se
adueñaba en él como una bendición. Le encantaba cortar jamón para los clientes.
Tenía una tasca que sólo abría por las tardes; las mañanas las dedicaba a
trabajar en su huerto. Era moreno, de ojos rasgados, y chupado como un palo. Su
único defecto era que hablaba raro, tanto que un día dejó de hablar y alcanzó
la perfección. Se volvió prácticamente invisible. Sin embargo, en el pueblo, las ideas que tenían que ver con la felicidad siempre acababan en su
tasca.
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