Establecer realidades imposibles era
un pasatiempo muy divertido cuando te reunías con los amigos. Como ninguno de nosotros
tenía trabajo, nos gustaba centrar las disparatadas fantasías en el terreno
económico. Imaginar era gratis. La última divagación germinó era una propuesta muy
estrafalaria y bastante escatológica. Consistía en quién de nosotros aceptaría
un sueldo fijo de cien euros diarios durante toda la vida con la única condición
de que, al levantarnos por la mañana, recibiéramos un buen tartazo de excrementos
semiblandos en la cara; con la posibilidad de ducharse después. Yo lo tenía
claro, pero la mayoría aún se lo pensaba.
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