En mi pueblo hay un señor bajito
que habla solo por la calle. Fuma puros retorcidos que se apagan enseguida, y deambula
parsimonioso buscando los lugares bañados por la luz del sol. Suele
repantigarse en ellos relamiéndose y maullando como un gato. ¿Hace el ridículo?
No sé. Prefiero entender esa conducta como un acto de libertad, como una pugna
contra los obstáculos que limitan. Esta soledad tan extraña a la que nos lleva la
vida nos despega de la consciencia, hace que dialoguemos nostálgicos con las
nubes y un sinfín de extravagancias más. De no hacerlo, acabaríamos aún más
locos.
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