Mantenía el cadáver de su marido en
casa porque estaba convencida de que volvería con ella. Cada mañana lo aseaba y
lo vestía; lo acomodaba en el sillón de la ventana y le ponía la radio bajita,
como solía escucharla. A la hora de comer, lo sentaba en la mesa del comedor y
le hablaba como si aún viviera. «Come Antonio, llevas mucho tiempo sin hacerlo».
Le sujetaba su huesuda cabeza con una mano y con la otra le daba la sopa; pero le
chorreaba por sus oquedades. «Antonio, por el amor de Dios, no me hagas enfadar
otra vez».
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