El ruido originado por una
bombilla al explotar provocó la estampida en un distinguido restaurante del
centro de París. El crítico gastronómico se quedó sentado, observando la
frenética escena a través del humillo vaporoso que desprendía su plato. Un
momento antes, el camarero retiró con aspavientos la tapa que lo cubría
asegurándole que el aroma lo transportaría a otra dimensión. Junto a su mesa
gateaba un niño extraviado de apenas dos años. No lloraba; le hablaba. Lo cogió
y lo sentó en su regazo, pues oírlo crear su propio lenguaje para contar el
mundo era lo que realmente le fascinaba.
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