El jardín quería contarme algo, así que me tumbé en él y oprimí
levemente la oreja sobre el césped. Así estuve toda la mañana, echado
cómodamente y escuchando su discurso a través de la hierba. Mi jardín era un gran
conversador. Las veces que soy yo el que quiere contarle algo a él, quito el tubo de
plástico de mis gafas de buceo y lo clavo en su tierra para hablarle por la
embocadura. La mayoría de jardines padecen sordera.
Esta vez el jardín me habló
del tiempo; de todas sus acepciones. Había muchísimas. El estado atmosférico
era el sentido de la palabra que más le interesaba, pues hacía semanas que las
nubes no ensuciaban el cielo. «En esta época del año el tiempo debería ser más lluvioso»,
dijo con voz arenosa y profunda. Luego se centró en los significados que hacían
referencia al paso del tiempo como período o duración, e hizo una declaración
que me chocó: «…no son los relojes los que miden el tiempo». Como un viejo al
que le encanta contar batallitas siguió hablando y encadenó varias locuciones
sobre el tiempo. Había tantas como abuelos y las pronunció como una
ametralladora: «En tiempo de Maricastaña…; en mis buenos tiempos…; me tomo el
tiempo como viene…; no quiero perder el tiempo…; obedezco al tiempo…; he de
ganar tiempo…; me falta tiempo…; de un tiempo a esta parte…; bebo agua del
tiempo…; de tiempo en tiempo…; capeo el tiempo…; antes de tiempo…; al mismo
tiempo…; me agarro al tiempo…» Y así. Cuando acabó, se tomó un respiro y grito:
«¡¡Correeeeeed, no queda tiempo!!».
El jardín proyectó un profundo
ronquido desde los sustratos más insondables y se quedó dormido. Entonces oí un
rotundo tic-tac que hizo temblar violentamente la tierra.
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