En la playa contemplo una espalda tatuada con un dragón alado que
escupe fuego. Es suficiente para presuponer cosas del tipo de espécimen que
tengo delante. Qué creatividad tan típica y qué poco me sugiere. Estoy segura de
que, en alguna otra zona de su fornido cuerpo, también llevará grabado el
nombre de una mujer: el de su madre o el de su pareja, o el de las dos, sus dos
grandes amores. Que no se gire por favor, no quiero verle la cara. La intuyo simétrica,
angulosa, con las facciones propias de un guaperas. Seguro que es atractivo, varonil,
perfecto. Otra ordinariez. Muchas se volverían locas con un tipo así, pero yo, con
las suposiciones que hago sobre su identidad y sin haber cruzado ni una palabra
con él, ya lo tengo colocado en la zona más baja de mis preferencias. La verdad
es que no debería ser tan superficial, pero, a simple vista, intuyo que no es
el tipo de hombre con el que me gustaría conversar o disfrutar de su compañía. Me
sentiría ridícula junto a él, y pasaría vergüenza. El tatuaje tiene la culpa de
todo. Se crean arquetipos, y, en este caso, de manera automática, mi conciencia
me advierte de que este sujeto tiene todas las papeletas para ser carne de
correccional, marino o militar. Aunque igual me equivoco y es una bellísima
persona.
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