Nací ausente, y ese estado de profundo ensimismamiento se prolongó hasta
la edad de cinco años. «Ya se arreglará», pensaron mis padres. Y me arreglé.
Ahora puedo decir que soy una persona casi normal. Poseo dentro de mí una
especie de antena sensorial capaz de oír las frecuencias que emiten los seres
vivos. Detecto las ondulaciones del pensamiento y puedo interpretar con certeza
todo lo que ronda por sus cerebros.
Esta circunstancia no ha
impedido que haga una vida normal; más bien es una ventaja que tengo sobre los
demás. Para mí no hay misterios en el razonamiento humano; detecto los
pensamientos de las personas que están a mí alrededor.
Alguna vez que he perdido este don –así me
gusta llamarlo– lo he recuperado metiendo un bastoncillo en los oídos, hasta el
tímpano, moviéndolo con fuerza e insistencia. De esta manera vuelvo a restaurar
esta habilidad que poseo.
Puedo apreciar lo que
piensa una mosca. Me encanta meterme en los diminutos
cerebros de estas acróbatas del aire y percibir cómo son capaces de procesar
rapidísimamente miles de estímulos que no sabría clasificar. Mis preferidas son
las moscas de la fruta; estas son sorprendentemente sofisticadas, y, aunque
solo he conseguido percibir una variedad de oscuridades, en ellas he experimentado una
actividad frenética, un silencio efervescente que palpita y las convierte en pura
energía. Su mente proyecta chispazos de placer, algo parecido a la adrenalina que
nos hace felices. En estos fascinantes insectos, nunca he descifrado un raciocinio
interpretable, pero si un prodigio neuronal que me pellizca las sienes y me
masajea el interior de la mente. Como os comento, mis favoritas son las moscas
que van a la fruta madura o fermentada; también a las verduras u
otros productos podridos que no están en la nevera. Deberíamos valorarlas más y
avergonzarnos cada vez que matamos a una.
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