Cuando vuelvo a mi pueblo, después de estar un tiempo vagando por otros
territorios, lo redescubro y lo veo con otros ojos. Camino tranquilo por sus
calles y soy consciente de que el tiempo debería ser para no hacer nada, para
sentir nuestra respiración, la intensidad del ahora, y experimentar en esa
inactividad la felicidad plena. Abro la boca repetidamente para provocarme un
bostezo, y cuando lo consigo mi cerebro se oxigena maravillosamente. Me
encuentro tan gusto, tan en paz. La luz de la mañana salpica la blancura de los
tejados, las hojas de los árboles, y también mi nariz. La estimula y hace que
estornude con fuerza. Qué goce. Qué divina es esa explosión corporal. Me libera.
Me hace sentir tan relajado. Es tan mágico respirar profundamente. Conecto con
la tierra, con el cielo, con la suave brisa que acaricia mi cara. Cierro los
ojos. Me abstraigo. Medito sobre lo bueno que nos regala la naturaleza. Todos
deberíamos andar por la vida sin expectativas, como yo lo hago. Deberíamos ser
libres para seguir los dictados de nuestra consciencia. Sin embargo, el
pensamiento, que también es sabio, me advierte que de esta manera también puedo
convertirme en un holgazán.
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