Ahora
ya no me calzo lingotazos de cazalla para salir a la calle. Salgo antes de que venga
la tentación y camino rápido. Miro la acera, las baldosas, su dibujo
geométrico, y me pierdo en ese laberinto de líneas y surcos que componen el
suelo que piso. En una ciudad estaría bien plantearse un asfaltado de las
calles en diferentes colores para diferenciar las clases sociales; todo está
demasiado grisáceo.
También levanto la vista del pavimento y
miro los escaparates, los letreros de los establecimientos, los paneles
informativos, las señales… Leo todo lo que puede leerse, observo los colores, las
formas; lo escaneo todo. Al final ya no necesito ver, me lo sé todo de memoria y me atrevo a cerrar los ojos durante un rato para guiarme a través del oído.
Percibo la voz de los perros. Algunos la
tienen suave y atiplada; la de los gatos es distinta, la cambian dependiendo de
la calle o el barrio; y de esas que cuchichean no me fio nada. Aunque la peor
de todas es esta voz que me habla. «Mira las baldosas», vuelve a insistirme. Las
miro. «Observa sus manchitas negras. ¿No ves nada?». Las observo, y llego a
organizarlas como si fueran regiones, algo parecido a un atlas humano.
Entonces, por un momento, la veo, ahí estampada, suscitándome el amor por medio de su sonrisa. Pero la voz irrumpe
otra vez y me dice que vuelva a leer los letreros de la calle.
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