Tanta
felicidad lo volvió grotesco. Y esa verdad, tan plena y pura, hizo que su
rostro evolucionara hacia una fealdad elaborada, complicada. Sus ojos podridos
eran dos negruras que parpadeaban una y otra vez, y veía fotogramas, secuencias
intermitentes de paisajes que cambiaban mientras se tambaleaba por la calle. Su
respiración arenosa, los cuajarones que goteaban de su esperpéntico cuerpo y el
roznido sibilante de sus afilados colmillos eran los signos de un ser
felizmente involucionado, utópico. Su violencia era solo de pensamiento,
incruenta, metafórica, y, como muchos de los mortales, tenía dudas entre hacer
el bien o el mal.
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