Se
levanta de madrugada para hacer pis: «¡qué frío!», exclama. Cuando vuelve a la
cama se tapa con el edredón: «¡qué calentito!». Piensa en lo que desea: «quiero
una mascota que me haga compañía». Sueña con un perro que sitúa echado en la
banda izquierda de su cama, aullándole palabras como esternocleidomastoideo, electroencefalograma
o contrarrevolucionario. Se despierta exaltado, confuso. Se musita una plegaria
y enseguida vuelve a coger el sueño. Sueña. Y en cada paso que da, su cuerpo empequeñece
un centímetro a la par que su locuaz perro va estirándose tanto como una de
esas palabras de veintipico letras.
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