Desde la terraza de la cafetería veo
como una señora limpia el culo de un niño –su hijo, supongo– con un clínex. El
chiquillo, a la vista de todos, evacua sobre la zona ajardinada de la plaza un
mazacote marrón del tamaño de un pan de pueblo, una masa repulsiva mayor a la
esperada por un chiquillo de su edad. La madre, al acabar, le sube los
calzoncillos y el pantalón y, con naturalidad, se alejan de la zona.
A pocos metros, como la mierda llama a la
mierda, un perro callejero también se arquea para defecar en el pavimento
acolchado destinado al recreo infantil, justo donde hace un momento se columpiaba
el mocoso. Cuando sale el camarero, pido un café y cambio la dirección de mi
mirada; la centro hacia las nubes. Ese apacible panorama me lleva a reflexionar
sobre lo que acabo de ver: la anarquía de acciones fisiológicas que los seres
vivos podemos manifestar al encontrarnos ante situaciones extremas. Me tomo el
café y me fumo un cigarro tranquilamente, abstraído en la filosofía barata que mis
pensamientos generan. En poco, mientras observo como las gaviotas surcan el
cielo y planean hasta posarse sobre la arena mojada de la playa, siento la
imperiosa necesidad de lo inminente. Pago para que me coja en casa, y me marcho
con un cohete entre las piernas, mirando al suelo y tratando de esquivar el campo
de suertes minadas que el enemigo ha ido dejando.
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