El
señor que se cree poeta se adhiere a un adjetivo empalagoso y rimbombante con
el que inicia la preparación de una buena confitura de letras. Tiene mucha
práctica. Esparce una retahíla de sustantivos abstractos; amor, miedo, anhelo,
belleza, desasosiego, y los acompaña de atributos floridos y ñoños como ese al
que está alegremente pegado. Surge un delirio que suena pomposo, altisonante, y
piensa: este es bueno. Lo celebra haciendo el pino puente, quedándose boca
abajo. Pero, sin esperarlo, regurgita algo que le gruñe de las entrañas: un
vómito sin adornos, agrio y bilioso. Razonable. También se va pata abajo.
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