El Arte Invisible había llegado a
los museos más importantes de nuestra geografía. Era una realidad artística que
incentivaba la imaginación y no se cernía solamente en lo sensible a la hora de
abordar experiencias estéticas.
La veterana guía que se encargó en
realizarnos la charla didáctica nos anunció entusiasmada que teníamos ante
nosotros lo más parecido a un acto insuperable, sublime; y nos señaló el
espacio vacío que había sobre el pedestal de madera situado en el centro de la
sala. La obra en cuestión estaba custodiada bajo la atenta mirada de un
vigilante, y adecuadamente acordonada para mantener la distancia de seguridad. La
mayoría de los visitantes se sentían tentados en traspasar la línea con la mano
para comprobar si realmente había algo encima.
Ese día, me moví alrededor del supuesto
elemento traslúcido, interesado por lo que podía acomodar aquella sencilla peana
de contrachapado blanco. La observé desde arriba, desde abajo, al bies, de todos
los puntos de vista posibles, y pensé que si un hueco transparente podía
definir algo concreto, también podría encontrarse el haz de luz que marcara su contorno.
Pensé que quizás debía adoptar una actitud más espiritual que corpórea ante aquella
situación irracional.
La guía nos soltó emocionada un proverbio
árabe que sonaba a frase de azucarillo: «Si lo que vais a decir no es más bello
que el silencio no lo digáis». Comparó su mensaje con la perfección y la
belleza que debíamos percibir ante la aparente «nada» que seguía indicándonos. Me
encogí de hombros y, con gesto displicente, me quité las gafas, di varios pasos
alejándome del punto central y entorné los ojos para comprobar si desde una
ubicación más alejada se veía lo esencial.
De repente, algo cambió en aquel ambiente
de expectación. Me rodeó un nimbo de luz amarilla y me sentí como flotando a un
palmo del suelo. Mi visión sufrió una extraña alteración; advertía los lívidos
grises de las sombras y pude contemplar como la sala se abocaba a la negrura de
las tinieblas. De un fogonazo ahogado nació un gran ojo incandescente que
fluctuaba sobre la enigmática plataforma, moldeándose en una forma concreta y
reconocible en sí misma. Entonces, desde ese estado ultrasensorial en el que me
hallaba, vi lo que debía ver. Y, puedo decir, no era de este mundo.
Me encanta. Una lectura positiva de cierto tipo de arte no viene mal. Casi siempre atacamos lo que no comprendemos. Escribí algo similar en concepto (pero no en desarrollo ni en el final) una vez, sobre una novela que nada decía. Por si te da curiosidad http://suponqueesunacalandria.blogspot.com.es/2013/05/la-nada.html pero vamos, que no es autopropaganda jeje. Me gustó mucho tu texto, Sergi!
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