martes, 28 de abril de 2020

LA LECHUGA DE VERÓNICA


46ª crónica de un confinamiento improvisado

Las tardes se convierten en un triste crepúsculo para aquellos que detectan en el sonido de las casas algo parecido a los estertores de una bestia moribunda. Para muchos es ahora cuando el cuerpo señala algo profundo; algo que ha ido incubándose con el tiempo. Lo relacionan con un extraño estado del alma. Nada que ver con el coronavirus. Cuando uno no se ha detenido nunca, es normal que la energía no haya canalizado adecuadamente y, en una situación extrema como esta, la pena pueda aflorar en cada suspiro. Son sufrimientos del tamaño de una pelota de ping-pong, y rebotan contras las paredes del órgano encargado en darle sentido a todo. La mayoría no son conscientes de nada porque no pueden gestionar lo que les ocurre. La gente de escasa sensibilidad diría: está como una chota, se le va la pinza, está para que lo encierren… Un sinfín de acepciones sobre la pérdida de las facultades mentales. Lo cierto es que el rebote constante de esa pelotita de ping-pong puede dañar el sentido común.
Verónica, la vecina del cuarto, llora y habla exaltada, casi a gritos, a través del patio de luces del vecindario. Estos días que no tiene más remedio que quedarse en casa, la observo mientras mece a una hermosa lechuga sobre su pecho y le hace carantoñas. Exclama: ¡Ay, qué cosita más preciosa y qué ojazos verdes me tienes! ¡Ay, cosita mía…! A veces le da por deshojar la lechuga y el pavimento del patio queda invadido por centenares de palomas torcaces ansiosas de alimento. Todos los vecinos, sobre todo los del primero, se quejan con razón de su insolencia y su desfachatez. No obstante yo la entiendo. Es de las mías.  

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