domingo, 5 de abril de 2020

EL FARO Y LA MUERTE


23ª crónica de un confinamiento improvisado

Hay un perro callejero al que admiro. Se pasea cada día por la calle y se detiene debajo de mi ventana a las 14h. Me mira con ojos tristes y jadea. Tiene hambre. Le tiro una bolsa de plástico con sobras y así comparto mi comida con él. Hoy espaguetis. Así tendrá fuerza para hacer frente al trío de ocas salvajes que se creen las dueñas de la calle, por no decir del pueblo. Me encanta verlo comer arrastrando el hocico por la acera. Pobrecito. Tiene coraje al hacer frente a estas bestias de pico naranja, pero no puede con ellas, son muy agresivas. Ayer recibió algunos picotazos y sus aullidos me llegaron como puñaladas.
Parece que los sueños que no caben en el dormir se manifiestan en el día a día del que sueña. Esta realidad que os cuento era un episodio que se repetía en mi onirismo nocturno. Espero que no aflore mi pesadilla sobre catástrofes. O puede que ya lo esté haciendo a través de la imperceptible presencia de este virus. Sueño a menudo con un faro y la muerte. La música que escucho es demasiado trascendental, hoy El canto del destino, op.54, de Brahms. No entiendo el mensaje que entona el coro, pero hace que mis visiones sean lánguidas y decaídas. Establezco una relación con la muerte a través de un faro ubicado en el borde de un acantilado rocoso. No ilumina a los barcos que navegan a medianoche, sin embargo, el tétrico monumento que desfila por mi subconsciente apunta al cielo como una gran sinfonía y mantiene intacta su cercanía con el abismo. Yo asciendo lentamente por su oxidada escalera de caracol y, en cada peldaño que piso, cruje su inestable esqueleto a causa del peso de mi miedo.      

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