Hay un ser que duerme y ronca, que se despierta por el ruido de su tremebunda
respiración. ¡Joder!, exclama refiriéndose al ronquido que lo desvela. Sus ojos
no consiguen cerrarse de nuevo para conciliar el sueño, pero se queda en la cama
echado boca arriba, tranquilo, con las manos entrecruzadas sobre el pecho. En
la oscuridad huele el aire contenido de la habitación, el resuello caliente que
sale de sus tripas. Percibe los leves latidos del órgano que lo mantiene vivo y
el rumor incesante de la vieja nevera que descansa en la cocina. A estas
débiles resonancias se une una retahíla de ruidos que el hombre determina con un
ritmo, y los transforma en estímulos que llegan a su cerebro como una manera
evocadora de crear música. Entre los accidentes sonoros se suma el silbido del
viento y su azote contra las persianas; el cric-cric de los grillos; el circular de
varios vehículos por el asfalto adoquinado de la calle; un despertador que
suena de repente a través del patio de luces; el golpe seco de una puerta que
se cierra; y algunas vibraciones imperceptibles que sigue emitiendo su cuerpo. Descontextualiza
y regulariza esas fracciones de ruido en el pentagrama de su mente y crea un
paisaje sonoro que interpreta como una bella sinfonía. Concibe un lenguaje que
va más allá de la susceptibilidad musical y sus oídos captan un mundo repleto
de microtonos y subdivisiones inclasificables. Su prodigio reside en eso. El silencio
de la madrugada se rompe a través de continuas estridencias que irritarían a
cualquiera. Sin embargo, a este hombre que respira gruñendo, esos sonidos
inarticulados lo sumergen en el éxtasis más profundo de su alma; porque halla más
arte en las expresiones ruidosas de la noche que en el canto de unas voces afinadas.
lunes, 1 de junio de 2020
EL HOMBRE QUE RONCA
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