52ª crónica de un confinamiento
improvisado
La crónica de hoy va a ser la última.
A modo de colofón voy a utilizar el mismo epílogo que escribí para un
proyecto de novela corta que acabé hace unos meses y titulé Autorretrato de un bohemio sin cabeza.
Espero que algún día podáis leerla.
Estas cincuenta y dos crónicas que he escrito a lo largo de esta
epidemia global, en realidad, no han pretendido ser un diario. Más bien un
ejercicio creativo. Párrafos sueltos e inconexos que trataban de buscar la
sencillez a través de la mezcla de cosas que he vivido y otras que,
evidentemente, no. He ordenado un caos y lo he organizado como quien hace una
mudanza o mete sus cosas en cajas. He estructurado los textos en breves
episodios, con un título sugerente y una imagen que fuera un guiño divertido de
mí mismo, y lo escrito que combinara la ficción con el peso testimonial de la
confesión, sin recurrir a una trama lineal o al artificio que a veces suponen
los géneros literarios. Cuando uno trata de olvidar lo aprendido e inventa
historias se crean caminos peligrosos y reacciones nunca vistas.
Yo no sé muy bien por qué he realizado este experimento. Supongo que para
comprender algo de mí mismo, tal vez para descubrir mi voz y para hacer trabajar a mi
cerebro: un montoncito de grasa de kilo y medio de peso.
Cada día, durante un rato, he focalizado la atención en una hoja de
papel en blanco. Espontaneidad y disciplina. Esa ha sido mi premisa. Me he
sentido vacío, plagado de olvidos. Entonces ha aparecido la conciencia, la que
siempre ha estado ahí, detrás de todo, detrás del cuerpo y de la mente. Y sin
calcular nada, solo a través de los sentidos y mis pensamientos, he tratado de divertirme
y de componer esta especie de bicho literario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario