6ª crónica de un confinamiento improvisado.
Cada hora saco la cabeza por la ventana. Por curiosidad y por comprobar si tenemos la capacidad para quedarnos recluidos en casa. La tenemos. La concienciación está a pesar de que, inevitablemente, existen momentos de debilidad. Hoy es festivo. San José, día del padre. La brisa sube desde el mar y respiro el salitre de la playa. Es una agradable sensación. La calma inunda de silencio lo que antes era un escenario inquieto donde transitaba la gente. Es jueves y todo está como dormido, ausente, sin vida. Menos una simple caja de cartón que se mueve por la acción de ese viento fresco y suave. Se desplaza por la acera y el asfalto como un animal moribundo, como un perro o un gato callejero. En su avance tropieza con el mobiliario urbano: un banco, una jardinera, una papelera, dos farolas, varios pilones de hierro y una señal que indica solo carga y descarga. No han sido suficiente obstáculo, los ha superado y los ha dejado atrás. La caja tiene un objetivo. Parece que posea la dignidad de los residuos inservibles y sea consciente de que le espera una vida reciclada si consigue llegar a los contenedores del final de la calle. Sin embargo, a varios metros de alcanzar su meta, alguien sale del portal número ocho y tropieza con ella. Es un tipo con batín que sostiene una enorme y maloliente bolsa de basura; el verdadero impedimento con el que se topa la caja de cartón, porque, sin ningún miramiento, la aplasta, la chafa, la pisotea, la aplana, la machaca, e incluso salta sobre ella como un bruto insensato que no es capaz de advertir un agujero en la base de la bolsa.
Cada hora saco la cabeza por la ventana. Por curiosidad y por comprobar si tenemos la capacidad para quedarnos recluidos en casa. La tenemos. La concienciación está a pesar de que, inevitablemente, existen momentos de debilidad. Hoy es festivo. San José, día del padre. La brisa sube desde el mar y respiro el salitre de la playa. Es una agradable sensación. La calma inunda de silencio lo que antes era un escenario inquieto donde transitaba la gente. Es jueves y todo está como dormido, ausente, sin vida. Menos una simple caja de cartón que se mueve por la acción de ese viento fresco y suave. Se desplaza por la acera y el asfalto como un animal moribundo, como un perro o un gato callejero. En su avance tropieza con el mobiliario urbano: un banco, una jardinera, una papelera, dos farolas, varios pilones de hierro y una señal que indica solo carga y descarga. No han sido suficiente obstáculo, los ha superado y los ha dejado atrás. La caja tiene un objetivo. Parece que posea la dignidad de los residuos inservibles y sea consciente de que le espera una vida reciclada si consigue llegar a los contenedores del final de la calle. Sin embargo, a varios metros de alcanzar su meta, alguien sale del portal número ocho y tropieza con ella. Es un tipo con batín que sostiene una enorme y maloliente bolsa de basura; el verdadero impedimento con el que se topa la caja de cartón, porque, sin ningún miramiento, la aplasta, la chafa, la pisotea, la aplana, la machaca, e incluso salta sobre ella como un bruto insensato que no es capaz de advertir un agujero en la base de la bolsa.
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