15ª crónica de un
confinamiento improvisado
Empieza un nuevo
día. Una repetición del de ayer. Un déjà vu forzado y delirante que se
manifiesta como un bucle. Es sábado. Hace un día soleado, estupendo para salir
pero no podemos. La gente empieza a desarrollar otras dolencias. La ansiedad.
Yo estoy tranquilo. Observo el plafón pegado al techo mientras decido si
levantarme o estar un rato más en la cama. Es curioso pero nunca me había
fijado en la simpática expresión de la lámpara.
Las dos bombillas del interior parecen dos ojos y le otorgan una mirada. Me
siento observado por este foco del techo. El día me pesa. Deseo perder de vista
las costumbres de estos días que son calcos del show de la tristeza. Y tengo la
mano derecha dormida. El típico hormigueo. La pellizco y no la siento. Está
anestesiada, hinchada, como si no me perteneciera. La observo y su aspecto es
idéntico a la otra. Aparentemente está bien pero la noto como un guante inflado, como si su carne fuera de silicona o estuviera muerta. Seguro que ha
sido al dormir sobre ella toda la noche. No me late, ni tiene esa leve
vibración cuando tirita. La sangre debería activarla poco a poco y convertirla
en una extremidad viva. Pero no puedo moverla. El cerebro ya debería tener el
control sobre ella. Sin embargo, tengo la sensación de que algo se mueve y
avanza lentamente como una lava espesa, pero ese fluir no lo siento ni en mi
palma ni en mis dedos, sino, más bien, a lo largo del antebrazo. Ay, todo son
malos augurios. Ahora resuena la cisterna del váter, sus cañerías. La garganta del
inodoro me brama a través de su agua estancada. Canta algo ininteligible,
grave, lúgubre. Es el ruido apagado de una bestia de loza blanca. La versión del
mundo está en mi cuarto de baño y, a través de sus ruidos, intuyo que trata de
decirme algo. ¿Estará anunciándome el triste porvenir que nos espera? Voy a levantarme
y a sacar lo mejor de mí para alimentar su espíritu nauseabundo. Luego me limpiaré
con la mano hábil y diestra, la que está despierta. La otra sigue dormida.
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