2ª crónica de un confinamiento improvisado.
Tener miedo no es tan malo.
Tener miedo no es tan malo.
Yo me he levantado pronto y he puesto música: el Don Juan, Op.20 de Richard Strauss. Qué maravilla. Voy soltando
pedos al andar y me río solo. En mi casa soy libre porque no hay nadie. Café
soluble y tres galletas de avena. Mi desayuno. Eso es lo único chocante. Siempre
lo he tomado fuera de casa. No estamos acostumbrados al sosiego y a la
lentitud; ni al sonido interno que emitimos si hemos de quedarnos confinados en
casa. Yo sueno como mi vieja nevera. Tiene treinta años. Perteneció a mis
abuelos, luego a mis padres y ahora, desde hace cinco años, a mí. Es una
herencia familiar que, por mi recelo a no compartirla, va a congelarse conmigo
(nunca mejor dicho). Es el objeto de la casa al que siempre he profesado una
profunda admiración. La contemplo como a un elemento con quien hablar. La gente
prefiere a las mascotas o a las plantas para soltar sus chácharas y existe una
tremenda falta de respeto por los objetos. Yo prefiero rodearme de todo aquello
material e inanimado. La he limpiado con agua y amoniaco, por dentro y por
fuera, y me he dado cuenta de que tiene una balda rota, la que soporta el kétchup
y la mostaza, los pepinillos en vinagre, la mayonesa, las aceitunas, el bote de
mermelada y la mantequilla. Le he quitado todos esos envases para que no soporte
más peso y he curado su herida con una tirita, susurrándole cariñosamente «sana
sanita».
Sin imaginación las vamos a pasar canutas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario