Enciendo la luz y ahí están los pájaros picasesos
acechándome, hinchados de libar mi sangre y mis ideas. Son tres, y me aseguran
que están en mi conciencia para darme cariño. Los cojones. Su lucidez de ave
borra mis sueños y ya no distingo nada. Me duelen los ojos. No me funciona ni
el parpadeo, ni la retina, ni el blanco de los ojos. La esclerótica, la más
externa, dura y opaca de las membranas que recubre el globo ocular, es una catarata
de flores blancas que petrifica mi visión. Al menos tengo nariz y boca, olfato
y gusto, y puedo oler y saborear lo que sienten las personas. Os aseguro que la
culpa y la rabia tienen fragancia; y la venganza sabe a soja por la mañana y a jengibre
por la noche. Hay un gato agazapado en la geometría de mi barba y los ángulos
muertos de mis facciones. Uff, demasiadas nadas acumuladas. Soy un mundo sin oído,
una obra de arte sin orejas que no percibe ningún sonido. Soy una máscara que
padece sordera, pero encierro una sinfonía: una banda sonora de nubes blancas y
un firmamento lúgubre de estrellas.
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