Mi otra vida se ha convertido en un acto sencillo y profundo:
observo mi plaza desde la ventana, a todas horas, como quien contempla con
obstinación el avance imperceptible de las saetas de un reloj. Esta plaza, mi
plaza, se transforma con la luz y las minúsculas alimañas que la sobrevuelan.
El aire huele a estiércol, a esfínter humano. Sin embargo ya no hay gente, lo
humano escasea. La única presencia terrenal que se mantiene en este extraño
lugar es la escultura erigida en mi memoria. A través de figuras y símbolos
petrificados se hace saber al mundo nuestro valor y talento. Fui un gran
hombre. En el centro de la plaza y sobre un gran pedestal hay una estatua
ecuestre que me representa. Sí. A mí y a mi caballo. Los dos estamos cubiertos
por incontables capas de porquería y de un fino fango que proviene del légamo
de las nubes. ¿Dónde está el derroche excrementicio de las devastadoras palomas
de antaño? Preferiría sus heces blancas a esta costra hirsuta y nauseabunda. Me
veo deformado por los grumos de suciedad y el poso fecal que deja el paso del
tiempo. Las pequeñas criaturas que sobrevuelan la plaza son insectos
repugnantes que mueven el aire con su aleteo, y llega hasta mi un vapor maloliente,
un hedor a humanidad, la hediondez de algún tipo de vida. Tuve que morir en una
absurda batalla para ser merecedor de esta solemne aleación de bronce. Y ahí
estamos; mi caballo y yo. Convertidos en monumento en medio de la polvorienta
explanada. Igual de dignos que insensatos. Él fue un purasangre, un corcel
batallador que, ahora, tembloroso y sin identidad, busca el abrigo de mi regazo
como una mascota equina que solo galopa y relincha en sueños, si los tiene. Yo
fui un militar aguerrido, un oficial con habilidades temerarias, un bárbaro
extremadamente sentimental que luchó por unos ideales sin amor ni alegría.
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