Muchas casas de blancura
nívea y excelsa se alzan ante mí. Son preciosas. En realidad, todo lo que forma
parte de este pueblo tiene algo particular e inimitable que aporta placer a mis
ojos, incluso la gente que lo habita. También me complace observar mi Seat
Córdoba, mi coche, aparcado en el mismo sitio desde hace años. Forma parte del
mobiliario urbano de la calle y se ha convertido en un símbolo que inspira
libertad, resistencia y autonomía. Vivo en él. Es un vehículo especial. Su
interior está bien tapizado, de asientos abatibles y salpicadero sencillo pero
funcional. Tiene dos caras. Una delantera y otra trasera. Siempre sonríe. Sus
faros infunden buen rollo, cercanía, y evocan ternura. Fue de los primeros en
incluir eleva-lunas eléctrico, y, aunque parezca increíble, nunca ha sufrido
averías significativas. No hay sofisticación en su chasis, su cuerpo metálico
ha ido perdiendo el brillo de antaño, acaba de cumplir treinta y dos años. Está
ajado y algo oxidado, cubierto de excrementos de palomas y una capa de polución
que altera su carrocería. Sin embargo su motor funciona como el primer día. Se
ha movido poco. No ha viajado. ¿Para qué? Es imposible cambiar de cielo. En el
interior de mi coche las tempestades son hermosas, pues los rayos y los truenos
lo cargan de energía por dentro, sin necesidad de gasolina, y los días de
chubasco lo limpian por fuera. Es cierto que la tristeza de los días adversos
me afecta, me vuelve vulnerable, pero acepto mejor la pena si mi salud y mi
alma me acompañan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario