El bohemio errante que conduce un autobús-casa consigue
aparcar en la ciudad más bulliciosa e inquieta del mundo. Hace una parada obligatoria
porque necesita llenar de víveres el vehículo en el que viaja. Ya lo tiene
todo: comida y bebida, algunos medicamentos, productos de aseo y limpieza,
varias bombillas, herramientas para hacer algunas reparaciones, algunas
revistas y un par de libros. En el punto donde se encuentra estacionado, si contemplamos
la situación desde lo alto de un rascacielos, se aprecian miles de vehículos y personas que se
mueven como hormigas de un sitio a otro. En esta jungla de asfalto, edificios y
polución, el conductor espera el momento para asomar el morro del vehículo y salir
de la asfixiante inmovilización en la que se encuentra atrapado desde hace varios días. Pero es imposible salir de ahí. Cuando ve la oportunidad de
desencajarse de esa prisión en línea e intenta iniciar la maniobra que lo
incorporaría a la vía, pasa una retahíla infinita de brutales pirañas con
carrocería que no le dejan acceder al torrente que encarrilaría sus
viajes. El hombre, decidido a aliviar su desesperación, abre una botella de
vino y, antes de caer en la embriaguez, hace una sentida plegaria: «Dios mío, no
me condenes a la oscuridad de esta urbe ni a la vorágine de esta forma de vida,
ayúdame a encontrar un hueco entre estas perversas máquinas sin piedad. No soy digno de este caos. ¿Podrías parar el tiempo un instante? ».
No hay comentarios:
Publicar un comentario