Resulta que hay un hombre
que es arte moderno. Su cometido consiste en acudir cada día al museo, subirse
sobre una peana de un metro cúbico y pasarse ahí todo el día, hasta que el
museo cierre. No es un artista, ni un actor, ni un comediante. Tampoco es exactamente
un mimo, ni un malabarista, ni alguien que pertenezca al mundo del espectáculo
y tenga algún talento. Nada de eso. Es alguien como tú o como yo, un hombre aparentemente
sencillo que viste sin estridencias –unos vaqueros y un polo–, y, aunque parezca
inverosímil, escenifica una vida normal en ese pequeño espacio, sin articular
palabra.
La primera vez que visité el museo me identifiqué
con sus gestos. Eran las típicas acciones que podíamos realizar en la intimidad
de nuestra casa: batir huevos, bostezar, mear, limpiarse la cara, leer… Pero cuando
me acerqué más y me detuve junto a él fue como si mis pensamientos estuvieran
flotando sobre mi cabeza y pudieran leerse como los bocadillos que dan voz a
los personajes de un cómic, ya que, de repente, como si pudiera ojear los
renglones de mi conciencia, contrajo su cuerpo y fue adoptando la forma de lo
que, paralelamente, se ideaba en mi mente. Y eso me sorprendió, porque no trataba
de mimetizar sencillos y recurrentes movimientos. Qué va, nada de eso. Iba mucho
más allá: entró en mi psique y, con una flexibilidad inesperada y prodigiosa, escenificó
lo que se fraguaba en mi imaginación. Y os puedo asegurar que no era algo
insustancial o leve. Era una evocación repulsiva e irracional que a veces se manifestaba
en mí como un miedo. No sé de qué manera supo captar esa abstracción mental y
canalizarla a través de su cuerpo, retorciéndolo y enroscándolo como una
serpiente. Pero el hombre, que no tendría más de cincuenta años, tras unos
segundos convulsionándose, se quedó inmóvil, supurando un líquido lechoso entre
sus pliegues. Se construyó una masa corpórea en el aire: la plasmación de mi estimulación cerebral y la
precisión de su pose. Una maravilla que producía pánico, repeluzno y belleza a
la vez; un nuevo tipo de monstruo.
Luego pasé a la siguiente manifestación
artística: un chicle pegado en la pared, enmarcado como un cuadro.
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