El chico que sirve
a los clientes del hotel observa con cierta tensión la torre de platos y tazas
que sostiene con su mano ortopédica.
Los camareros se han convertido en meros
transportistas de platos, vasos, cubiertos y otros utensilios que se disponen
sobre una mesa y cumplen con su función culinaria. En este tipo de establecimientos,
ya sean bares, restaurantes, hoteles, o similares, se sirve al comensal sin ser
preciso poseer una formación específica ni conocimientos sobre gastronomía. Esto
es una circunstancia que, al parecer, no tiene demasiada importancia porque nadie
detecta esa carencia profesional por ser una tarea relativamente sencilla.
Hace dos años, cuando el subdirector y jefe
de personal del hotel entrevistó a este chico para formar parte de la plantilla
de camareros, percibió su disposición y las ganas de trabajar en la empresa. Lo
sorprendente fue que, durante los veinte minutos que duró la conversación, no
detectó su minusvalía, y el chico, algo inquieto por causar buena impresión, no
la ocultó, la mostró sin rubor ni complejos, con la naturalidad de quien se acepta
con esa evidente particularidad. El subdirector se limitó a formular sencillas preguntas
para comprobar que no era un psicópata y que poseía el sentido común que se
requiere para trabajar cara al público. «Amabilidad y empatía. Eso es todo lo
que se necesita», le dijo. Desde entonces trabaja felizmente dando el servicio
de desayunos en este hotel de cuatro estrellas.
Cada mañana, los clientes que se hospedan
en el hotel y bajan al comedor para desayunar tampoco detectan nada extraño en
el chico. Es cierto que su prótesis es una buena imitación, pero es sencilla,
una de las más básicas. No es una articulación cibernética ni está recubierta
de piel humana para que se parezca a las de carne y hueso. Es de resina, rígida,
de una sola posición, inarticulable como la de un Playmobil, y, con solo echarle un vistazo, salta a la vista que por
ella no corre la sangre, y su color antinatural, mucho más pálida que
la otra mano.
A estas alturas, al chico le molesta que
nadie se haya dado cuenta de que es manco. No entiende cómo es posible que incluso
sus compañeros de trabajo, con los que pasa cuatro horas todas las mañanas, no se
hayan percatado de esa palpable anomalía. La gente no presta atención a los
detalles, están de vacaciones, de acuerdo, pero ellos… Parece que tengan los
sentidos atrofiados.
Ajustar su prótesis en el bulto de carne
cicatrizada es lo primero que hace al levantarse; luego se dirige al hotel para
servir lo mejor posible a las personas. No le faltan ganas ni ilusión en lo que
hace. No obstante, la angustia que siente día tras día por este hecho incomprensible
y falto de sensibilidad desemboca, justo hoy, en un espasmo nervioso, en un
temblor que sacude violentamente su brazo derecho. Y, sin poder evitarlo, se le
escurre la torre de platos y tazas que tiene encajada en la rígida concavidad
de su pulgar y los demás dedos.
Mientras la loza se precipita contra el
suelo, el chico vislumbra su porvenir. Y es durante ese breve espacio de tiempo
cuando intuye su declive, su decadencia, incluso la penosa soledad que le
espera. El ruido de la cerámica que explosiona contra el mosaico del comedor alerta
a los comensales, a sus compañeros y al metre de sala. Por un momento se
convierte en el centro de atención; todos se sobresaltan ante el estallido de platos
y se giran hacia él como si un foco de luz lo iluminara. Su cuerpo se encoge
como si quisiera desaparecer, se siente avergonzado, pero al final levanta la
cabeza del suelo y se percata en la mirada compasiva y benevolente de los
clientes; en el rostro piadoso e indulgente de sus colegas de trabajo que, sin
pensarlo, le ayudan enseguida a recoger los innumerables trozos esparcidos por la
zona que pertenece a su rango. Todos quitan trascendencia al accidente, incluso
el metre, que le da unas palmaditas en la espalda para que no se preocupe. «Nos
puede pasar a todos», le dice con ojos de dulce gatito y una dudosa absolución
que le atraviesa como un sable. En un momento todo queda impoluto y limpio,
como si nada hubiera ocurrido, sin embargo el chico sigue inmóvil en su sitio, compungido,
con una pena que nada tiene que ver con su torpeza.
Abstraído en sus pensamientos no aparta la
mirada de la ortopedia ajada que permanece todavía en el suelo, junto a la máquina de los zumos, como
si se tratara del asa rota de una taza, totalmente
inapreciable a los trescientos treinta y tres ojos que se encuentran en la sala.
Como siempre genial!!
ResponderEliminar