Lo sabe poca gente pero en mi ciudad hay varias estatuas que filman lo
que pasa. Son auténticas obras de arte, verdaderas manifestaciones estéticas de
apariencia hiperrealista. Cualquier elemento del mobiliario urbano podría pasar
por una de estas esculturas-espía; un árbol, una farola, una papelera... En mi
calle hay una de aspecto humano ubicada en frente de mi portal. Representa a
una figura femenina de raza negra sentada en el extremo de un banco. Es
perfecta. Lo sé porque vivo justo arriba, en el primero, y, desde la ventana,
veo como la gente se sienta en ese banco creyendo que es una señora real, de
carne y hueso, ya que, por cortesía, le dirigen un saludo, un hola, un buenos
días, y no reciben una respuesta o un gesto por su parte. No sospechan que su
total inmovilidad se deba a su condición de estatua. Son figuras moldeadas en resina
y vestidas con prendas y complementos reales. La que contemplo a pie de calle lleva puesta una chaqueta negra y un vestido a cuadros blancos, un
bolso, unas gafas de pasta, pendientes, unos botines negros y unas medias
oscuras. Desde aquí veo cómo se enciende y se apaga un pilotito rojo imperceptible
dispuesto en el interior de su frondoso cabello rizado a lo afro. También sostiene
un móvil en sus manos. Es de última generación. Justo ahora vibra levemente y emite
un ruidito. Pip-pip. Cojo mis prismáticos e intento visualizar la pantalla del
móvil. Con la lente alcanzo a ver el nombre del grupo de whatsapp que está abierto en este momento. «La ética de los robots»,
pone con letras mayúsculas en la parte superior. Hay una conversación, un
intercambio de frases. Curiosamente, en el cuerpo de los mensajes, alguien ha
salido del grupo.
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