El científico estaba en su laboratorio. Pensaba que para acceder al
mundo de los microbios debía profundizar en su sexualidad. Si quería descubrir
algo que valiera la pena era preciso realizar un estudio exhaustivo de sus
mutaciones, identificar las bacterias, cultivarlas, y entender que ellas,
incluso él mismo, estaban al servicio de la biología. La investigación podía
llevarle toda la vida, de hecho ya llevaba media con un ojo tonto de tanto observar
por el microscopio. Su vocación, la gran elección de su vida, ya no le parecía
tan apasionante. A veces se arrepentía. «Vaya mierda de trabajo», se decía. ¿Qué
era un virus? ¿Y un cáncer? Lo sabía todo, pero resistirse a las infecciones
era prácticamente imposible. Los microbios estaban en todas partes y no había un
verdadero dominio sobre los microorganismos. Pero allí estaba, investigando.
Esa mañana se quitó la
bata blanca y, sin ganas de trabajar, se tumbó sobre una placa enorme de arena.
Era del tamaño de una cama y se utilizaba para llevar a cabo experimentos. Se relajó
y se acopló a sí mismo en aquella cómoda superficie. Se quedó dormido, en
trance. Al cabo de media hora, proyectó un susurro desde el estómago. Cualquiera
diría que era un ronquido. Pero nada de eso. Era una voz que reproducía los
sonidos de la naturaleza. Oscilaban graves y agudos, y, sin saber cómo, se transmitía
aquello que no vemos, los elementos invisibles que nos rodean. Lo que estaba
sucediendo no era un experimento; era un señor acostado sobre la arena, dormido,
formando un todo con los millones de partículas. Era un germen, una semilla, uno
de esos microbios capaces de propagar enfermedades, el origen de algo, una
célula, un capricho de la naturaleza que se había originado sin venir a cuento.
Un cuerpo prácticamente invisible o una insólita
desaparición. Nada. Todo.
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