martes, 4 de septiembre de 2018

MICROBIOS


       
El científico estaba en su laboratorio. Pensaba que para acceder al mundo de los microbios debía profundizar en su sexualidad. Si quería descubrir algo que valiera la pena era preciso realizar un estudio exhaustivo de sus mutaciones, identificar las bacterias, cultivarlas, y entender que ellas, incluso él mismo, estaban al servicio de la biología. La investigación podía llevarle toda la vida, de hecho ya llevaba media con un ojo tonto de tanto observar por el microscopio. Su vocación, la gran elección de su vida, ya no le parecía tan apasionante. A veces se arrepentía. «Vaya mierda de trabajo», se decía. ¿Qué era un virus? ¿Y un cáncer? Lo sabía todo, pero resistirse a las infecciones era prácticamente imposible. Los microbios estaban en todas partes y no había un verdadero dominio sobre los microorganismos. Pero allí estaba, investigando.
       Esa mañana se quitó la bata blanca y, sin ganas de trabajar, se tumbó sobre una placa enorme de arena. Era del tamaño de una cama y se utilizaba para llevar a cabo experimentos. Se relajó y se acopló a sí mismo en aquella cómoda superficie. Se quedó dormido, en trance. Al cabo de media hora, proyectó un susurro desde el estómago. Cualquiera diría que era un ronquido. Pero nada de eso. Era una voz que reproducía los sonidos de la naturaleza. Oscilaban graves y agudos, y, sin saber cómo, se transmitía aquello que no vemos, los elementos invisibles que nos rodean. Lo que estaba sucediendo no era un experimento; era un señor acostado sobre la arena, dormido, formando un todo con los millones de partículas. Era un germen, una semilla, uno de esos microbios capaces de propagar enfermedades, el origen de algo, una célula, un capricho de la naturaleza que se había originado sin venir a cuento. Un cuerpo  prácticamente invisible o una insólita desaparición. Nada. Todo.

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