Un simple «qué tal» sirvió para que un señor que no conocía de nada volcara
sobre mí un discurso apabullante. En las barras de los bares suele haber gente
con esa facilidad de palabra. Me contó toda su vida. Me habló de su trabajo, su
familia, sus aficiones, de algunas intimidades con su señora y, sin venir a
cuento, tuvo la desfachatez de menospreciar al camarero porque sí. Toleré su conversación
asintiendo de buen grado a todo lo que me decía. Por un momento, estuve a nada
de decirle que por favor se callara. Pero aguanté. No quería parecer
maleducado.
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