En
la ciudad donde siempre se bosteza da la impresión de que sus habitantes sean
cantantes de ópera mudos. Abren la mandíbula hasta los topes mientras deambulan
por las calles como autómatas. Debido a ese acto involuntario toman y expulsan
el aire lenta y profundamente. Incluso, los más embelesados, cierran los ojos
unos segundos y, como en los últimos suspiros, liberan la niebla tóxica y
atenazada de sus adentros. Los que dedican su tiempo a quehaceres más dignos, o
los que apenas bostezan, interpretan en cada una de esas contagiosas boqueadas
una señal de hambre, sueño o aburrimiento. Nada bueno.
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