Un
señor, tapado hasta el cuello, empezó a rezar el «Padre Nuestro» para sí mismo,
acostado en la cama, boca arriba, y con las manos trenzadas sobre el pecho. Es
una oración potente, adictiva, capaz de curar almas heridas. La recitó quince
veces, con sentimiento y una fe que antaño no tenía. «¡Dios mío, haz que tu
voluntad se haga en mí!». Al acabar, se sentía vivo, ahí en la cama, más que
durante el día. Sus ojos, arrasados de lágrimas, se quedaban mirando una mancha
del techo, perplejo por la felicidad que le embargaba; la única verdad que
desconocía.
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