Desde
mi casa escucho el canto exaltado de una gallina. Es Nico, mi primo, un niño
de siete años que imita a la perfección el cacareo de estas aves repelentes. Sus
padres, mis tíos, me lo dejan una hora al día para que le ayude con las
matemáticas. No hacemos nada. Él no se concentra, solo piensa en cacarear y salir
a jugar, y yo estoy tan lejos de mí mismo que el atontamiento se instala en mi
cabeza, y siento que no sé nada. Nada. Incluso ahora que estoy tranquilo; viendo
llover y considerando los ladridos de un perro.
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