Estuve
muerto un ratito en un lugar que no era humano. No era ni sitio. Solo se apreciaba
un tenue brillo que acentuaba la nada. «Ahora me recibirán los seres de luz», pensé;
aunque yo ni me notaba. Solo oía exánimes pulsaciones. Tal vez estaba durmiendo
plácidamente, desgastando mis sueños en una siesta de ronquidos y babas. Anhelaba
encontrar un cielo inventado, unos brazos de bruma que me acogieran y un largo trampolín
por el que tomar carrerilla para saltar al infinito. Pero me desperté
estremecido, arrojando viscosidades azuladas por la boca, con un envase de
raticida en la mano.
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