Y llegó al final
del camino. Allí no había nada. Solo
una gran charca, una superficie densa semejante a la granulosa piel de los
sapos. Flotaban pequeñas masas de porquería y grumos oscuros de suciedad que
permitían descansar a las alimañas que sobrevolaban la zona. Aquella costra
mórbida tenía unos límites indefinidos y se abría ante el chiquillo como una
pista mantecosa y brillante, parecida al légamo de una ciénaga o el fango
acumulado de las arenas movedizas. El jovencito de apenas siete años, y pocos
kilos de peso, deseaba introducirse en esa pegajosa confitura para libar su
néctar y deleitarse de su untuosidad; desplazarse como un gusano y revolcarse
sobre las apelmazadas excrecencias del aspecto de un chocolate a la taza.
Todo iría mejor si
las madres no nos quitaran el ojo de encima.
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