Un hombre cabizbajo está sentado en el vagón de un metro. Con
el tiempo, y sin darse cuenta, ha tejido en su cabeza una maraña de oscuridades.
Piensa que su relación con los demás ha cambiado, se ha vuelto fría y desdeñosa,
y experimenta el desprecio demasiadas veces. No sabe quién tiene la culpa, pero
el odio que siente podría impulsarle a cometer acciones insospechadas y
brutales. Durante el trayecto oye un aullido de hierros rechinando en su cabeza,
una voz metálica que le atosiga con la misma intensidad que su conciencia y le
propone otra forma de hacer las cosas, una alternativa más inspiradora para
salir de esa amargura. La solución es sencilla, pasa por tomar un folio y
redactar su testamento: todo lo que le diría a su mujer, a sus hijos y a cada
uno de los amigos. Es preciso que sea directo, intenso, e infiera verdad en sus
palabras. Luego debería citarse con cada uno de ellos y leerles la parte
correspondiente. Será emocionante, violento. Pensarán mil cosas. Sentirán compasión,
pena, la proximidad de lo inminente. La idea de muerte es la única maniobra que
puede cambiar el presente para que sus diferencias se vuelvan intrascendentes. Es
un recurso, una artimaña creativa que establecerá un nuevo panorama, una realidad
más alentadora para un individuo que utiliza su bajeza para sentirse más vivo.
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