El
paisaje urbano consume al hombre distraído; a ese que deambula sin rumbo con
las manos cogidas tras la espalda, sosteniendo entre sus labios habanos
apagados. Ya lo tiene todo hecho; se ha descubierto a sí mismo con plenitud. Escucha
las calles, observa la vida, y nunca habla. En su cabeza suena constantemente
una canción triste que lo aísla del tráfago de la ciudad. Añora el ahora y los
bancos con sombra donde dormita largas horas. Solo el horror se hace mueca en
su rostro cuando descubre que el placer del tabaco que impregna su alma
desaparece de su boca.
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