«¿Cómo sabes que no te venden la
moto?», me preguntaba un amigo en la exposición.
¿Cómo se atrevía a dudar de mi olfato para reconocer una genialidad? La profesionalidad de la galería era más que reconocida, y ya resultaba molesto que siempre se asociara el arte moderno al espectáculo y las modas; era un discurso depauperado.
¿Quién dictamina lo que enriquece
al individuo? ¿Quién osa desposeerme de la satisfacción que supone contemplar una
sartén ajada con un globo verde atado en su mango y divagar sobre sus interpretaciones
en mi casa si tengo dinero de sobra para adquirir la pieza?
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