Cuando me postraron en el interior de
aquel ataúd acolchado y me envolvieron en una preciosa mortaja de seda, supe
que mi existencia llegaba a su fin. Para ellos –mis familiares y los del
servicio funerario– ya estaba muerto. Sin embargo, yo no me sentía cadáver. Por
increíble que fuera, notaba los latidos (casi imperceptibles) de mi corazón y una
reveladora conciencia que me erizaba la planta de los pies. Cerraron la tapa, colocaron
el féretro sobre una camilla y me trasladaron por el pavimento adoquinado del
cementerio hasta el nicho donde se me daría sepultura.
En el pueblo se tenía la costumbre de contratar
a jóvenes peones de la construcción para que demostraran su destreza levantando
una pequeña pared de ladrillos que tapiara, en pocos minutos, el estrecho reducto
donde permanecería enterrado el fallecido. Me imaginaba esa situación claustrofóbica
y un estremecimiento hacía temblar mi aletargado cuerpo, impulsándolo a querer
levantarse, a sorprenderles con mi vida. Pero al oír sus lloros, la aflicción
de los presentes y las sentidas oraciones del párroco, no me pareció buena idea
deshacer nada. Así que me resigné a morir, escuchando el bonito epitafio que mi
esposa había elegido.
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