Mientras mi mano izquierda se
recogía en un puño entreabierto para que mi novio apoyara su barbilla sobre el
hueco que se formaba, la derecha acariciaba su cogote para dirigir
cariñosamente su cabezota hacia esa cavidad. Era un ridículo juego que siempre
le hacía. Lo manejaba a mi antojo para simular un cucurucho humano, y le chupaba la calva y
sus mejillas, como si se tratara de una bola de helado. Esta vez, verlo ahí
apuntalado, con su carita de pánfilo sumiso, me dio tanta rabia que lo agarré fuerte
del mentón y lo abofeteé hasta dejarlo como un tomate.
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