miércoles, 25 de marzo de 2020

EL INTERRUPTOR


12ª crónica de un confinamiento improvisado

No he pasado buena noche y esta mañana, cuando ha sonado el despertador, he decidido quedarme en la cama. Me notaba indispuesto y me dolía la barriga. Cené dos pizzas. Al menos no eran los síntomas típicos del coronavirus. No he llamado al trabajo. Ya recuperaré las horas. He aireado la cama y he vuelto a acostarme boca arriba, estirado con las manos cruzadas sobre el pecho y dispuesto con cierta solemnidad. He cerrado los ojos y me he imaginado extinto en esa verticalidad, postrado en ese reducto acolchado que tomaba mi forma. He despejado mi mente y he hecho el esfuerzo de conectar con el más allá. ¿Cómo debe ser estar muerto? Al mirar al techo me he perdido en el laberinto de su blancura y he tanteando con las manos la niebla de mi subconsciente. He imaginado que entraba en una habitación buscando algún dispositivo para conectar la luz. He acariciado paredes invisibles que se escurrían entre mis dedos, he tanteado el espacio, el «no lugar». Olía a arenque, a sardinas de casco con huevos fritos, mi plato preferido. Durante el tiempo de semiinconsciencia todo se desvanecía a mi paso, no tenía visión, estaba ciego, pero sentía la forma del aire y la gravedad envolvente de una energía. Hasta que he rozado algo que no se evaporaba y era palpable. Un interruptor. Lo he pulsado sin pensar y, tras un potente chispazo,  he sentido como la materia que formaba mi cuerpo se volvía atmósfera y lo etéreo que quedaba de mí pasaba a mejor vida.        

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