Los Viernes Creativos de Ana Vidal son un buen gimnasio
para mantener en forma el músculo de la imaginación. Pero os confesaré un
secreto. Uno sabrá si realmente es creativo cuando contemple en el cielo la
muerte simultánea de dos pájaros en pleno vuelo, o si un día revuelto y
borrascoso es capaz de distinguir la forma concreta del viento. Si uno logra
ver esto estará salvado y no conocerá jamás el aburrimiento.
Nada es invisible para los que proyectan su imaginario a
partir de la nada. Todos los que son así, intuitivos y fantasiosos, conciben el
silencio como una quietud opaca dotada de un sinfín de formas que cambian según
la incidencia de la luz sobre sus pliegues traslúcidos.
Como os digo, los que tienen inventiva y sueñan con los
ojos abiertos, estén estimulados por un Viernes Creativo o por cualquier otra
iniciativa, siempre permanecen alerta a su entorno, a su cuerpo y a los objetos
que les rodean. Dicen que en ello radica la magia.
El que os habla, un tipo con más cara que espalda, propenso
a empinar el codo y a ponerse morado, ha visto como dos palomas sin vida caían
del cielo un día soleado; también ha contemplado la singular forma de la muerte
en el interior de una habitación lúgubre y oscura; y, por supuesto, las
múltiples versiones que puede adoptar el viento. De todas, me quedo con su
apariencia marina, la más inofensiva, por ser como una espuma de sal con miles
de patitas ondulantes que acarician el rostro. Tiene muchos otros aspectos. Sin
embargo, la mayoría de ellos dan mucho miedo. Igual que el marcado contorno que
toma la muerte en los espacios íntimos por encerrar tinieblas. Reconozco haber
sentido el pánico y el horror en las curiosas envolturas del viento. Pero uno
aprende con el desasosiego porque para superarlo debe afrontarlo solo, sin la
ayuda de nadie. La verdad es que, después de todo, ha valido la pena pasar por
ese mal trago; me ha permitido conocerme un poco más y entender mejor este
prodigio que tengo. Gracias a él he perdido el respeto a todo.
Por poneros un ejemplo. Cada mañana, cuando me levanto, voy
directo al baño, levantó la tapa del váter y proyecto mi talento. Supongo que
como todos. La diferencia está en que yo, conocedor de mi desenvoltura y mis
habilidades, sujeto con suma delicadeza mi miembro amorcillado e inhiesto. Antes
de que estalle mi vejiga, con la misma presión que pueda tener un sifón de
taberna, dibujo sobre la blancura de la loza arabescos amarillos. Luego, cuando
acabo, acciono el botón de la cisterna y nace una cascada brumosa; las
Cataratas del Niágara, el espectáculo más bello del mundo. Mantengo los ojos
bien abiertos y contemplo ante mí la maravilla. Sí. Ese espectáculo sencillo,
parecido a una naturaleza indómita y brava. Pues se crea una ilusión
fantástica, otro mundo. No me es preciso viajar. Para qué. Resulta más cómodo
quedarse quieto y permanecer atento a la efervescencia, al choque de la micción
contra las paredes níveas del inodoro y, si se da el caso, oler la fragancia
úrica del pequeño lago ocre de agua estancada.
Ana, querida, sé que es una gran guarrada lo que digo, que
soy indigno, un sinvergüenza, pero tengo que decirte que en mi retrete, en mi
trono real, en mi acogedor cuarto de baño, ya sea viernes u otro día de la
semana, nace un paisaje diseminado por la lluvia que mi cuerpo desecha, expulsándola
a través de mi uretra, y todo queda salpicado con esa gracia divina que Dios me
ha dado.
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